La Leónidas N°1: Antonio Di Benedetto y el puma que puso un huevo (Gastón Ortiz Bandes)

1. Quedémonos adentro del cuento, ni salgamos -a ver qué pasa- de “El puma blanco”, Antonio Di Benedetto, El cariño de los tontos, 1961. El sur de Mendoza, de un lado el desierto, del otro la cordillera, y cuatro hombres a caballo tras un hipotético puma albino: “Hay pantera negra. ¿Por qué no puede haber puma blanco?”, dice el científico, único interesado en la misión. Los otros dos -Iribarne y Giménez- lo siguen, pero “no es por la ciencia, se ve”, nos cuenta un cuarto, “el contratado”, cuya voz garantiza literal nuestra misión: mostrar cómo y por qué Di Benedetto discute la relación entre conocimiento científico, experiencia y literatura, mediante un grupo de imágenes sacadas de una por ahí llamada biblioteca universal.

¿Cuento claro? Según la crítica aburrida cuento regionalista, no urbano, no experimental, con un mitema: Mi tema es la búsqueda del diferente, caso excepcional, espécimen único respecto del Todo... Ahí la pastoral alegórica lee unicornios y leviatanes, prefiguraciones de Cristo o Satán. Pero Di Benedetto hizo un experimento, parecido pero no igual al que leemos en boca del científico, que al puma blanco lo quiere “vivo, para hacer cruza”. Si, con la “firmeza” que viene de su ciencia, afirma que en los especímenes albinos no influyen ni el clima ni el ambiente, ya que "no son degeneraciones de la especie” sino “mutaciones, por combinación de genes", el experimento de di Benedetto es, contrariamente, disponer ciertos signos en un clima y un ambiente determinados -en este clima, en este ambiente (pero ¿Mendoza degenera?)- y hacerlos circular en forma de texto, cruzado de voces con saberes, culturas y experiencias diferentes: polifonía, dialogicidad, intertextualidad, experimentos operativos de toda literatura. Pero ¿cómo liga el cuento un saber con otro.

El científico, además de “datos”, tiene la “certeza” de que puede existir un puma blanco, de modo que va preguntando a los pocos habitantes de la región si no saben de un... Y la existencia del puma blanco se confirma, “los rastros se anudan de puesto en puesto”. La empiria metódica datos-certeza, propia de la racionalidad moderna, trabaja ahora con el viejo -aunque en cierto modo también empírico- saber popular. Los puesteros le contrapuntean a la ciencia: puesta en voz de los juicios diferentes sobre el más diferente, el excepcional. Pero estos diálogos son mediados por el narrador, que usa un método, o mejor una semiótica intermedia entre el conocimiento científico y la experiencia tradicional: un sistema de signaturas con el cual descifrar el mundo en virtud de la semejanza y la analogía, y que sirve de base arcaica para una economía textual hasta hace poco llamada literatura. Porque acá no hay ninguna lectura como viaje a mundos posibles: hay un laboratorio de genética textual y hermenéutica transmutativa. Acá “El puma blanco” pone un huevo a la intemperie: una discusión antropológica en torno de la hegemonía del conocimiento científico y su método, en relación a la llamada experiencia tradicional y su sentido común -“principio que juzga” aristotélico, vía estimativa medieval... Huevo empollado al calor de una tercera voz: la del saber literario, avatar de la vieja creencia mágica en las semejanzas, que hasta el siglo pasado intentó restituir al mundus imaginabilis su función de nexo cognitivo entre hombre y naturaleza.

2.1 El científico trae, junto con el método, un imaginario. Comenta por ejemplo que el catálogo del Museo Darwin de Moscú consigna, procedente de Mendoza, un zorro albino. “Mendoza, República Argentina. ¿Se dan cuenta? –pregunta y es feliz". Cierto imaginario pop prometía entonces, en la remota URSS, cruces imponderables de límites bioéticos en tecnología y ciencia: la “cruza” con que sueña el científico permitiría producir series genéticas, extraer de una excepción de la Naturaleza una fórmula fáustica para crear por fuera de ella. Hay en él una creencia casi alquímica (cuyo correlato en las disciplinas humanísticas es la idea del genio) en un individuo excepcional, genéticamente autónomo respecto de las condiciones de su ambiente y su hábitat. Y, efecto de esa creencia colonial, hay además un afán nacionalista de entrar al mundo (al menos de la ciencia): si este ignoto lugar de América del Sur aportara esa clave para el desciframiento final de leyes genéticas, ese top secret de la mutación entre lo común y lo excepcional...

Ahora bien, por otro lado, como a “un colega”, así le estrechará el científico la mano a un puestero que supo tener “conejos blancos”. Le pregunta si habla del pelo: “-No, señor… los ojos… Eran colorados”, le responde el hombre, que supo reconocer conejos albinos entre otros blancos comunes pues, incolora, la pupila transparenta las venas. “¡Admirable observación!”, exclama el científico: el puestero comparte con él una misma racionalidad: “-Este hombre tiene de esto –dice y se golpea la frente”. Toda una operación política la de Di Benedetto, hacer converger dos órdenes de saber diferentes en una misma certeza: el sentido común popular al mismo nivel del saber científico. Por último, la tendencia a la “superstición” que el científico teme hallar entre no urbanos encima es desmentida: en la región, el puma “a ninguno intimida con supuestos de que sea un mal presagio”. En el cuento, la voz del “colega” incivilizado comprueba la potencia cognitiva de nuestro habitante. Y su accesibilidad a la certeza empírica a través de la observación desnuda las, llamémosle supersticiones positivistas que, como venas trasparenta el discurso científico: los presupuestos de la adaptación y la selección naturales (el “Museo Darwin”), sumados a cierto imaginario mediático imperialista.

2.2 Otro diálogo sobre el método lo protagoniza –desviándolo- un viejo que les describe al puma: “de noche anda”, “es receloso y tímido”. Pero el científico “no puede contenerse”, interrumpe, explica: sus pestañas no lo protegen del sol. Como el colega y el resto de los pobladores, que llaman “señor” al científico, el viejo calla cuando el científico “atropella” con su saber, más prestigioso (cuyo método parece consistir en adherir una explicación a una descripción). El viejo sigue: “sin compañera andaba y era época…”, y el científico vuelve a interrumpir: “los otros pumas le desconfían a distancia”. Qué falta de olfato racional atribuir al sentido de la vista un carácter más humano que animal: “de cerca, oliéndolo, tal vez sería distinto”, vacila el señor... Y ahí el interrogatorio se vuelve al fin diálogo, cuando el viejo contrapuntea otro tipo de saber: “Un condenado, el pobre diablo. No se puede ser diferente. Entre los hombres pasa lo mismo”. La ciencia y la experiencia parecen converger de nuevo, ahora en una antropomorfización del animal. Pero en el cuento ¿la voz del viejo reivindica el saber de la fábula y el proverbio, o desnuda, tanto en la ciencia como en la sabiduría popular, una misma tendencia a hacer de las conductas animales espejos morales de las humanas?

Las analogías con el animal sirven a las sociedades para establecer categorías de discriminación y jerarquización de individuos y conductas, y juicios para segregar y perseguir. Pero a la pregunta del científico acerca de si el puma, en su huida al sur, iba herido, el viejo responde: “-No, mi amigo. ¿Quién lo iba a herir? Yo no. Cosa linda un bicho así. No hay que destruir las cosas lindas”. Y ese cambio de señor en mi amigo marca un autoposicionamiento del viejo en una interlocución ya igualitaria: en el saber popular hay un plus de selección natural sin finalidad –pero ¿qué tendrá que ver el deseo? En tanto, desde los presupuestos de la adaptación y selección naturales, la condición marginal del diferente es traducida, del animal al humano, como rasgo de inferioridad social (incluso autoasumido por el propio individuo: “se siente inferior a los demás”, fabula el científico), el juicio analógico del viejo sobre el diferente, en cambio, va por fuera incluso de toda moraleja: no habla en términos de utilidad (como en el darwinismo social), sino de belleza. Experiencia, la de lo bello, que le resulta asimismo familiar al narrador: si el científico obsesivo busca al puma con una finalidad, la cruza (un experimento), el narrador sin proponérselo encontrará, por el contrario, unas florcitas para contemplarlas en sí mismas, en “la libertad de la sola fantasía que juega, por así decirlo, en la observación de la figura”, palabras de Immanuel Kant en su última Crítica (§16), que el viejo puestero bien podría haber parafraseado en criollo, desde la autoridad –confirmada- de su propia experiencia estética.

2.3 Pero la mayor apertura de compás en la divergencia sobre el diferente, y su búsqueda a través del método, o “camino”, la leemos en el diálogo con un minero de “cara muy oscura y muy curtida”, al que un puma le sitió en su casucha a la familia, durante su ausencia de semanas: “La nieve me cerró el camino”. Les cuenta a los cuatro aventureros de un hijo y una esposa muertos de hambre y enfermedad, de otro hijo de catorce años que en la mina ahora “maneja el pico y se hace hombre”. La tragedia, acá unida a la miseria (“el rancho estaba vacío y lo mismo el corral”) es la instancia política donde todo diálogo queda sin palabras: “Todos callan”. Acá la noción de diferencia y el juicio sobre ella quedan anulados por una experiencia que humanamente los sobrepasa. Si el “colega” podía diferenciar conejos blancos y albinos, el viejo hacer convenir la sabiduría de la fábula en la coincidencia de lo diferente y lo bello, para este hombre en cambio “todos los pumas son uno solo”. El científico le pregunta si era blanco aquel puma y responde: “-No, otro. Aunque es lo mismo”. Recuerda Giorgio Agamben en Infancia e historia (ensayo que releemos ahora adentro, sin salir del cuento): los coros de la tragedia antigua caracterizan el saber humano, en oposición a la hýbris de sus héroes, “como un páthei mathós, un aprender únicamente a través y después de un padecer, que excluye toda posibilidad de prever; es decir, de conocer algo con certeza”.

3.1 Sutil, ubicuo, otro modo de conocer oímos superpuesto al relato mismo. Transforma la polifonía en experiencia, la dialogicidad en pragmática: es el saber propio de la narración, su portavoz “el contratado”. Si el científico confirma sus hipótesis sin modificar su saber, el contratado no: sabe que no sabe, cambia de opinión, se asombra de la “defensa encariñada de lo bello” que -opuesta al pragmatismo científico- hace un viejo desde un rancho de piedra y chapa: “Yo creía que un hombre de esta clase, a quien tanto debe costarle vivir, defendería sobre todo lo útil. Y no es así. Me alegro de que lo mío fuera solamente un viejo error”. Oyendo el monólogo científico, quiere atender pero se distrae, se cuelga en “los retazos obstinados de la luz que se prenden de lo alto de los cerros” y le es lírico el paisaje en “la hora azul del monte”. En suma, salta de un “prodigio blanco” a otro, del blanco ideal y único del puma, entreoído en el monólogo científico, a un blanco más “próximo a nosotros” y plural: “la flor del cacto que, aquí y allá, a esta hora, cierra sus pétalos como nosotros juntamos la punta de los dedos”. Saber de la analogía y la asociación inconsciente, devenir distraído de la lengua, toda una dinámica entre poesía y narrativa que acá blanqueamos en su potencia intertextual: si a simple vista “El puma blanco” parece una variante andina de Moby Dick, una mirada más intensa a sus signos puede llevarnos a leerlo también como discusión de la crítica kantiana del juicio, en especial de su analítica de lo bello.

3.2 En 1978 Jacques Derrida publica Parergon, ensayo donde entre otras operatorias desmonta los sustratos metafísicos (aporéticos) del imaginario retórico con que la estética kantiana trabaja: justamente los juicios llamados estéticos (al igual que luego los teleológicos) son los que conceptualmente seguirán sustrayéndose a la razón pura –en definitiva, la experiencia de lo bello hace saltar todo el sistema racional del sujeto cognoscente moderno. Pero diecisiete años antes que Derrida, Di Benedetto ya había también deconstruido a la criolla (haciendo un cuento) el mismo discurso hegemónico de lo Bello (y su lado trágico, lo Sublime). De ese grupo canónico de imágenes, dispuso sobre la piel blanca de la página las que el paisaje mendocino ofrece como signaturas al que sepa descifrarlas: la flor, el caballo, la mujer, la cordillera...

Esbozada por Kant en sus Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime (1764), esa didáctica del gusto fue sistematizada décadas después en la Crítica del Juicio (1790), donde ya la experiencia estética pura sólo puede manifestarse ante un objeto natural carente de adherencia utilitaria. El ejemplo paradigmático de ese tipo de belleza libre es una flor salvaje de montaña -a Kant lo fascinó en su vejez Viaje a los Alpes, librito de “un tal Saussure”, chismea Derrida. Vuelta flor de cacto andino, aquel tulipán alpino es percibido por nuestro contratado narrador sin representación de fin, sin necesidad (aunque qué ironía: el hambre le deparará más adelante otro tipo de experiencia…).Ahora bien, Kant diferencia las bellezas libres de otras, a las que llama adherentes y que también suscitan juicios de gusto, pero en tanto poseedoras de cierta finalidad o presuposición de “la perfección del objeto bajo ese concepto” (§16). Curiosamente Kant las grafica con un caballo o una mujer. Pero ¿por qué mirar flores (o pájaros, crustáceos, etc.) tiene como “fin” tal goce sin fin y mirar un caballo o una mujer no? Ahí hay un antropocentrismo constitutivo de la cultura occidental, que hace a Kant percibir por caso al caballo como algo exclusivamente existente para el hombre, a su servicio, dice Derrida. Y Di Benedetto ¿qué hace en relación a los caballos?: urde toda una economía textual de la tragedia (y el deseo) -entendiéndola quizá como residuo (“bosta seca de animal”) adherido a “la materia inerte” de los conceptos...

3.3 El clima, la falta de mujer y el hambre modifican, en el relato, la lógica de la lengua que asigna un significado unívoco a cada significante. Leamos el “olor de huevo” que, insolado, el narrador percibe “penetrante” una noche. Atraído por ese olor, baja por una ladera a oscuras entre barro y matas, hasta un arroyo, sin lastimarse. A la mañana ve que eran unas “florcitas” amarillas lo que anoche olía “a cocina” y -con cuánta delicadeza- comienza a describirlas: “modestas”, de hojitas “violadas”, que “se aparean como enamoradas”, que “agrupadas tienen presencia y parecen una sola de armoniosa constitución". Quizá para discutir la idea kantiana de la imagen de la mujer como belleza adherente (“al decir: ‘esto es una mujer bella’, lo único que en realidad se piensa es: la naturaleza representa en su figura los fines de la estructura femenina” [§48]), la analogía de las muchachas en flor está invertida de modo literal, “con algo de antiguo y de noble que parece heráldico” –pero ¿qué tendrá que ver el deseo? Opuesta a la confusión utilitaria del científico (supra 2.2), la relación olor-color es ahora sinestésica: “las flores también poseen algo del huevo, el color de la yema”. Así otra asociación de tipo inconsciente hace saltar aún más la lógica unívoca de cualquier conjetural lenguaje referencial. Y lo hace literal, un chiste en anamorfosis con el habla colectiva coloquial: ¿el narrador no soporta el olor a huevo típico de un campamento de men without women?

Proceder a tientas”, sin sol: así Francis Bacon, padre del empirismo y buscador de una lengua filosófica a priori, caracterizaba en el siglo XVII al peligroso modus operandi de la vieja experiencia tradicional, esa “escoba rota”. Y sin embargo, ileso como bruja bajo la “claridad lunar”, a nuestro “contratado” le funciona ese método: “camino y camino… ni me caigo de espaldas resbalando”. Como en todo buen cuento Di Benedetto efectúa, entre la lengua y el deseo, la conexión cairológica del viejo saber doméstico de la analogía y las oscuras leyes de la atracción en la naturaleza. Pues la función contractual de su narrador acá no tiene que ver con lo que por ahí llaman pacto ficcional. No, se trata de un tipo de contrato muy real, un pacto de tipo diabólico, como leemos en Mil mesetas, enquiridión de Gilles Deleuze y Félix Guattari: una alianza entre reinos que desencadena el devenir-animal del científico y el devenir-brujo del cuentista, a través de un agenciamiento colectivo de enunciación que involucra producciones contranatura de moléculas femeninas. Pero ni estos brujos de la Europa contemporánea podrían prever la lógica inexperimentable de ciertos destinos sudamericanos: en el cuento, la tragedia ya empezó a barrer con todo alrededor...

3.4 Si lo sublime es la dimensión propia de la tragedia, el catálogo kantiano de paisajes y fenómenos atmósfericos que producen su experiencia consigna: mares tempestuosos, rayos y truenos, volcanes y huracanes sembrando la devastación, cataratas, etc. (§28). Y también cadenas cordilleranas “cuyas cimas cubiertas de nieve se alzan sobre las nubes” (Observaciones, 1). Sin embargo, el narrador avisa: “Cabalgamos sin entrarle a la montaña”. Ese límite de lo sublime, entendido como sentimiento de la pequeñez humana ante la inmensidad de la Naturaleza, no será traspuesto por nuestros aventureros durante la parte dialogada de la búsqueda (lo sublime en tanto marco –parergon– y no escenario del relato). Excepto hacia el final, al empezar a urdirse la tragedia, la cual –y acá la ironía de di Benedetto hace cumbre-, en su absurdez originaria, carece de toda sublimidad. Tras dos días de sol y hambre, el puma blanco aparece de súbito y ataca a Iribarne, Giménez lo mata y vanos son los intentos de preservar de la putrefacción al cadáver: el científico acabará ensimismado “acariciando con tristeza” su “maravillosa piel”. Mientras tanto, aún en shock, Iribarne se emborracha y dice que quiere comer asado e, imprevisiblemente, en plena noche degüella a los caballos, confundiéndolos con vacas, como el Áyax de Sófocles al creer que el ganado del botín troyano son los ingratos Agamenón y Menelao. En la dinámica dialógica en torno de la “diferencia”, la performance final de Iribarne constituye el grado cero de reconocimiento de ella, aunque opuesto en su absurdez a la del minero “curtido” por la propia experiencia, es decir con un sentido. La falta de juicio, provocada ahora por la grapa y el miedo, que como Atenea nublan los ojos humanos, posibilita la inminencia de la muerte, lo inexperimentable por antonomasia: “Tenemos que volver a pie; mas ¿llegaremos?”.

3.5 Sin embargo, en este laboratorio de genética literaria extraordinario, la discusión se complejiza al penetrar de lleno en el problema central: el (del concepto de) hombre. Porque por un lado, para el Iribane ya sin juicio, hombre es Giménez, que lo ha salvado y al que “dirige miradas enternecidas” -¿de nuevo el deseo? Y por otro lado, del asustado Iribarne dice el narrador: “Un hombre con miedo no es un hombre”. Tras perseguirlo furiosamente, al tenerlo enfrente, no lo golpea: así termina el cuento, abriendo otro diálogo, ahora en torno de la cuestión del perdón. De modo que el sentimiento de lo sublime es trasmutado, en el narrador, de percepción sobrehumana de lo inmenso a acción humana de lo pequeño. ¿Es éste el mismo sujeto-hombre, al que el joven Kant de las Observaciones (libro que, leído o no, sigue determinando en sus hábitos de lectura a la crítica aburrida) le asignó “caracteres nacionales” en relación a la “diferente aptitud para lo bello y lo sublime”?: en su viaje inmóvil por el mundo en busca del genio de cada pueblo, Kant desestimó toda aptitud moral en habitantes de países bárbaros, y ni siquiera pasó por América del Sur (cfr. Observaciones, 4). Quizá la humanitas puede perderse por causas cuya finalidad sobrepasa la propia experiencia del conocimiento: es el sinuoso saber último al que llega el narrador, en forma de praxis ética (mientras tanto, un niño de catorce años es explotado ahora mismo en alguna mina de América latina y paradójicamente así “se hace hombre”).

4. Cuento experimental, que por naturaleza habla desde su cultura particular en el seno de cierta cultura general, produciendo sentidos impredecibles por fuera de la lógica positivista de raíz idealista: de ahí que este puma blanco (y el narrador se lo olfateó) haya puesto mágicamente un huevo, este mismo texto que rompe acá su cascarón. Y si la relación intertextual con Kant, desde un abordaje filosófico más minucioso, remitiría sin duda a la separación entre el viejo yo empírico de la experiencia tradicional y el moderno yo trascendental de la conciencia (§76), es evidente que el cuento propone además una tercera vía cognitiva: la literatura. Por eso “El puma blanco” es una metaficción, una obra de arte que habla de arte, que plantea problemáticas estéticas: su búsqueda del excepcional habla de la belleza y su sujeto cognoscente, el hombre. Sin embargo, Di Benedetto (¿determinado por su ambiente y su hábitat, o sea por su público y su crítica?) no hace un “cuento de artista”, protagonizado por algún espécimen de esa sub-especie cultural -en la cual se quiso hacer coincidir lo excepcional y lo bello en una dimensión cognitiva exclusivamente humana que fue llamada Estética (y genio a su sujeto productor). De modo que “El puma blanco” no es una metaficción estetizante sino política: una ética de la belleza del paisaje americano y su habitante (animal, vegetal, mineral, humano, demoníaco), hecha con aportes de la experiencia tradicional y el saber popular puestos inquebrantablemente a dialogar con otros saberes, imperiales y prestigiosos, ciencia y filosofía. Si escenifica el imaginario kantiano de lo bello y lo sublime con fondo de tragedia, no es para hacer entrar, con afán poscolonial, el paisaje mendocino en la biblioteca universal, sino para discutir los efectos imperialistas de los juicios llamados estéticos en la cultura latinoamericana.

Octubre 2006 - Abril 2011